Marchando lentamente, sin haber tenido una sola escaramuza, el cuerpo invasor llevaba andadas 40 leguas por el territorio de Puerto Príncipe, y nos faltaba poco más o menos la misma distancia para llegar al punto peligroso de la travesía, la trocha militar de Morón, rebasada la cual, en el supuesto de efectuarlo con fortuna, nos hallaríamos en otro escenario más agitado y abundante en peripecias que el recorrido hasta ahora. Vivamente se anhelaba cambiar de teatro, aunque la transición fuese lo más brusca, y de la nueva situación se derivasen lances arriesgados, disputas terribles y funciones imponentes. Habíamos explorado casi todo el país que el ilustre Agramonte llenó con sus hazañas: sobre aquel cielo transparente se destacaba la silueta del caudillo cabalgando en su corcel de guerra, delante del regimiento que llevaba su nombre glorioso. Habíamos faldeado la sierra de Najasa, cruzado la extensa comarca del Príncipe, la ciudad de las piadosas tradiciones, cuna del Lugareño y de Agramonte; y más atrás, ya lejos, quedaba la fatídica sima en que se hundieron los sacrificios de una epopeya de diez años, ¡el vitando Zanjón!... Visitamos el campo de las Guásimas, donde se ventiló en 1874 el encarnizado combate que ha dado celebridad a ese sitio, lleno de recuerdos para muchos de nuestros soldados que tomaron parte en aquella acción; volvían a pasar por allí ¡después de veinte años! defendiendo la misma bandera, mandados por el mismo capitán y, como entonces, en camino de Occidente. ¿Retornaremos algún día victoriosos?; ¿cuál será el resultado final de nuestra empresa?; ¿tendremos la suerte de vivaquear otra vez en este sitio memorable, y repasar las páginas de hoy, enriquecidas con los fastos de la gran jornada? Ante el raro concierto de sucesos propicios que la casualidad amontonaba sobre nuestra ruta, haciendo marchar unidos el pasado y el presente, en estrecha relación hombres y lugares, pudiera decirse que la sangre derramada en las Guásimas había sido fecunda, y que la obra entera de la Revolución se encaminaba al mismo fin, bajo los prósperos augurios de las coincidencias. Pero al buscar nuestros soldados los parajes donde cayeron sus antiguos camaradas, no hallaron ni vestigios de la mortandad, porque la naturaleza había borrado todas las huellas de la encarnizada discordia, echando sobre las humildes sepulturas un manto nuevo de vegetación"...
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Por fin estamos sobre la Trocha, el temible valladar construido por los españoles en la guerra anterior para impedir la invasión a Las Villas, y en el que basaba ahora Martínez Campos sus combinaciones estratégicas, creyéndolo muro bastante sólido para detener las correrías de las fuerzas cubanas, o batirlas por completo si alguna vez lograban traspasar la famosa barrera. ¿Qué era la Trocha? A juicio de un militar español, ya citado en estas páginas, "una débil estacada que de nada servía, fuera de señalar la cruzada por ella de los insurrectos. Medía desde Júcaro a Morón 17 leguas de longitud y contaba con 33 fuertes, todos ellos protegidos en la extensión de la línea por una estacada, más un foso en algunos kilómetros. La estacada no tenía solidez; los fuertes, con alguna excepción, estaban mal construidos y el conjunto de la Trocha no obedecía a ningún cálculo científico. No hubiera detenido la marcha de un enemigo bien organizado con artillería; hubiera opuesto débil resistencia a dos batallones de cazadores, y no detuvo el paso de Máximo Gómez con algunos centenares de hombres. Los partidarios de la Trocha dicen que cuando el enemigo la cruzó, fue debido al error de haberse distraído fuerzas para cubrir otros puntos. Será eso cierto; pero hay que tener presente que en una línea extensa de guarnición permanente, puede haber descuidos, bien por la monotonía del servicio, o por equivocación de una orden, o por causas imprevistas en los frecuentes relevos de los jefes. El menor descuido, no imposible, como la práctica demuestra en todas las guerras, es precisamente el momento oportuno que la vigilancia o la sagacidad del enemigo aprovecha: el momento oportuno lo aprovechó el general insurrecto (Máximo Gómez). Invadidas Las Villas, las gentes que no sabían lo que era la Trocha, se impresionaron y se levantó una atmósfera de absurdos comentarios contra el capitán general José de la Concha". Esta misma argumentación, esgrimida por un adversario leal, para demostrar la inutilidad de esa línea defensiva en la guerra anterior, podía también aplicarse a la aparatosa marcialidad desplegada por el jefe del ejército español en la campaña de 1895, porque tal como se hallaba el valladar en ese período de la guerra, no era dique bastante para obstruir el paso de la caballería cubana, y verificado que fuese con fortuna su acceso, se comentaría por la opinión pública de una manera muy desfavorable para la autoridad militar, debido a que todos los informes oficiales pregonaban las excelencias de ese muro de contención y el mismo general Martínez Campos, a propósito de la Trocha, tuvo la frase (aguda en demasía) de que allí estaba la ratonera abierta para Maceo y sus secuaces. Era, pues, natural (y no hay que culpar de ello a la ignorancia del vulgo, sino a las aseveraciones de los hombres doctos) que traspasada la frontera que se tenía por infranqueable, se alarmaran los ánimos con sobrado motivo, cual sucedió por causas idénticas al alborear el año de 1875, en que el general Gómez cruzó la formidable línea casi impunemente con buen número de infantes y caballos"...
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